Era la segunda vez en dos semanas que el padre Gregorio le pedía a Chemo que lo acompañe hasta Lima para recoger hostias. El tramo era considerable, cincuenta kilómetros de carretera y luego un tráfico endemoniado para entrar a la ciudad. Al cura se le veía tenso mientras cuadraba la camioneta en el estacionamiento del edificio central de los marianistas. Algo lo tenía incómodo. Salieron del auto y fueron directamente hacia la secretaría.
– Hermano Gregorio, ¿qué lo trae de nuevo por aquí?
– Buenos días. Mire… he venido por más hostias.
– Oiga pero las hostias no se regalan así como así. ¿O se le perdieron?
– Ni regaladas ni perdidas. Lo que pasa es que se han mojado con la humedad de estos días. Además, parece que en Curayacu van aumentando los fieles. Necesito llevarme más.
– Tiene que calcular mejor entonces, porque ya ve que las entregas se hacen una vez por mes.
De regreso a Curayacu, el padre rumiaba palabras sin sentido, estaba visiblemente molesto. Hablaba de hostias desaparecidas mientras Chemo lo miraba extrañado. ¿Para qué querría alguien robarse hostias de misa? Se preguntó, pero no le tomó mayor importancia al asunto. Pensó que tal vez el padre, que ya era un anciano, estaba empezando a alucinar, como su abuelita antes de morir, que andaba inventando las historias más extrañas. Lo escuchó mientras pensaba en otra cosa, menos por educación que por aburrimiento, y cuando vio que el padre por fin terminaba de mover la boca, se despidió cordialmente y se fue.
Al día siguiente, Chemo se levantó al alba como hacía todos los sábados y domingos en época escolar. Se lavó la cara, los dientes, y se abrigó bien, porque las madrugadas de agosto en Curayacu son muy frías. Se puso botas de jebe, agarró su nylon de pescar y varios anzuelos de distintos tamaños que metió en la caja – ese día le tocaba a él llevar las herramientas de pesca – y salió en busca de Tete y Ñango.
El cielo aún estaba oscuro, pero entre la bruma se filtraban tímidos ápices de luz opaca y gris que cortaban suavemente la neblina. A esas horas en la costa limeña la brisa inunda el paisaje y se forma una niebla salobre y densa, que no permite distinguir las figuras. Estaba a medio camino, rumbo a encontrarse con los chicos, cuando vio algo que le pareció extraño: una silueta negra se dirigía, a esas horas, hacia la colina. Se quedó pensando mientras veía ese bulto oscuro correr colina arriba hasta llegar a la Ermita. Quería seguirlo, pero luego de dudar un momento, desistió, pues llegaría tarde a la cita con sus amigos. Siguió de largo camino a la playa, pero se quedó con la figura oscura dando vueltas en la cabeza.
Y de nuevo, la rutina de los fines de semana. Encontrarse con los chicos en la playa vieja, frente a la casa abandonada. Ir al pequeño puerto antiguo a donde regresaban los pescadores con sus barquitos cada madrugada, cargados con la pesca de la noche. Llenar un balde con carnadas que estos les regalaban y correr embalados hacia el bufadero. Les encantaba pescar por la madrugada los fines de semana de invierno.
El bufadero era un lugar perfecto para pescar, porque ahí se escondían los peces pequeños de roca; sacaban pejesapos y tramboyos, y una que otra vez picaba algún jurel bebé y era toda una fiesta. Luego, después de conversar tonterías, reírse y jugar a los pajazos, iban a la casa de alguno de ellos y hacían un chupe con lo que habían pescado.
Cuando llegaba el verano, preferían bucear con arpones en la pequeña plataforma que estaba después de la isla en la Playa Vieja, o recoger almejas si el mar estaba bajo y la marea no subía. Cuando el mar estaba muy grande, y no había nada que pescar, cazaban lagartijas y les quitaban la cola, las encerraban en una caja sin techo y las miraban caminar sin sus largas extensiones. Después las soltaban y veían como, locas y atolondradas, corrían a esconderse bajo las piedras. También les gustaba sacar erizos y abrirlos para quitarles la parte de adentro, esas lenguas naranjas que huelen a mar intenso y tienen un aspecto gelatinoso. Las extendían y formaban letras que se secaban al sol sobre las piedras.
El juego que inventaron unos meses atrás, y que habían bautizado como “los pajazos”, era el que más les gustaba de todos; consistía en que los tres se ponían en fila, uno al lado del otro, y se masturbaban hasta el final. Ganaba el que lograba llegar más lejos a la hora de eyacular. El ganador era el jefe durante todo el día, y los dos perdedores debían obedecerle. Cuando jugaban a los pajazos, siempre pensaban en Ana, la chica más linda de Curayacu. Era mayor que ellos, tenía diecisiete años, carita de ángel, y unas tetas descomunales; además era cucufata y se la pasaba todo el día rezando en la pequeña iglesia antigua que estaba en lo alto de la colina. Siempre andaba vestida con faldas largas y polos altos, pero también bajaba de vez en cuando a la playa, y aunque usaba unos trajes de baño que parecían haber sido heredados de una vieja de ochenta años, no podía esconder ese cuerpo perfecto y esas tetas inmensas que traían locos a todos los hombres de la bahía.
Los chicos tenían una pequeña caja de herramientas de pesca que cuidaban como oro. La caja tenía dos niveles, en el primero guardaban sus cosas para pescar en el bufadero: los anzuelos, los hilos, las maderas y las pesitas. En el segundo, guardaban una foto carnet de Ana, otra foto de ella en ropa de baño, y un centímetro con el que medían los records cada vez que se pajeaban. Habían conseguido la foto carnet un día que se le cayó a Ana en la Ermita, y Ñango apenas se dio cuenta, en vez de avisarle, se la guardó inmediatamente en el bolsillo. La foto de ella en ropa de baño – que además, era una foto muy mala – la habían tomado en verano, escondidos detrás del muelle, sin que ella se diera cuenta. Estaba borrosa y ni siquiera se podía distinguir que la mujer de la foto era Ana, pero lo que sí se veía claramente en la foto, era el tamaño excesivo de unas tetas metidas a la fuerza en una ropa de baño grande y vieja. Cuando jugaban a los pajazos, sacaban de la cajita todos los implementos del segundo nivel, y empezaban la carrera. Casi siempre ganaba Tete, que era el más desarrollado de los tres; el único que tenía algunos pelos asomándose en vez de una tenue pelusa.
Ese día lograron pescar más que de costumbre, y a la hora de masturbarse volvió a ganar Tete. En sus mentes adolescentes, el ganador no sólo era el jefe, sino que además tendría su primer polvo con ella. La fantasía era parte del juego, y era obligación del ganador, contar detalladamente el polvo. Cuando Tete estaba narrando cómo quería que fuese su primera vez con Ana, la vieron pasar a lo lejos camino a la Ermita para sus clases diarias con el padre Gregorio, quien la estaba iniciando en la vida religiosa. Ella soñaba con ser monja y se estaba preparando para entrar a un convento en Lima cuando cumpliese veinte años.
– Mierda, qué tal lomazo- dijo Tete.
– Sí carajo, es riquísima… pero huevón está medio loca- y al decir esto Ñango hizo un gesto despectivo.
– Esos mangos no deberían ser de Dios, sino nuestros- dijo apenado Chemo.
Los tres se quedaron mirándola como idiotas mientras ella caminaba hacia la colina. Ana se dio cuenta y los saludó con la mano y una leve sonrisa.
– ¡Ya sé huevón! – Tete abrió los ojos y siguió hablando. – ¿Y si hacemos una
apuesta? El primero que le vea los mangos se convierte en el jefe por un mes-
– ¿Por un mes? Ni cagando. Demasiado tiempo- interrumpió Ñango.
– ¡Huevón estás loco! Es imposible, la huevona se viste como monja.
– Eso qué importa, lo importante es que lo logremos, que alguno de nosotros le pueda
ver las tetas… ¿se imaginan verle los pezones en vivo y en directo?
– No creo huevón, nunca vamos a poder ver esos mangos.
Finalmente decidieron intentarlo, y se fueron a la casa de Ñango, para preparar un chupe con la pesca del día.
Los domingos, después de pescar, los tres chicos iban a la Ermita para ayudar al padre Gregorio en la misa. En Curayacu los días de misa eran importantes: todo el pueblo iba con sus mejores ropas. La Ermita era un lugar de encuentro, donde todos asistían, menos por un motivo religioso que por hacer vida social, con la esperanza de romper sus tediosas y eternas rutinas. El padre Gregorio era una persona respetada, a quien la mayoría de los curayaquenses acudía cada vez que necesitaba algún consejo. Pero para Chemo, Tete y Ñango, ayudar al padre era sólo una excusa para estar cerca de Ana, para alimentar ese mundo ficticio lleno de erotismo en donde ella era la estrella porno. Les excitaba aún más el hecho de que fuera tan santurrona, de que quisiera ser monja, y de que se vistiera como seminarista. Si Ana hubiese sido una chica más liberal, seguro que no habría encajado tan bien en el papel de protagonista de historias eróticas que los tres tejían en sus cabezas.
Chemo había soñado algunas veces con la figura oscura que vio pasar corriendo hacia la Ermita, pero durante las tres últimas noches se levantaba a mitad de la madrugada en una misma escena: la noche nublada y él buscando a la figura, mientras ésta se daba cuenta de que él la estaba mirando, entonces retrocedía, y en vez de ir colina arriba, corría hacia Chemo, y cuando llegaba frente a él, se sacaba el poncho, y no había nadie debajo. Entonces se despertaba sudando en medio de la noche.
Al cuarto día decidió levantarse antes del amanecer, para averiguar si esa figura realmente existía, o si había sido su imaginación. Estuvo esperando un buen rato, pero justo cuando empezó a amanecer, apareció la misma silueta desde el fondo de la neblina. Chemo no se atrevió a seguirlo porque el miedo de que fuera un fantasma era más fuerte que su curiosidad. Espió a la figura varias veces sin acercarse, hasta que decidió, por fin, descubrir qué era eso y qué es lo que hacía a esas horas en la pequeña iglesia. Chemo sabía muy bien que el padre recién llegaba a las ocho de la mañana. Conforme se fue acercando a la figura, se dio cuenta que bajo ese poncho invernal, se escondía una forma de mujer. Estaba cada vez más cerca, cuando empezó a distinguir bajo el poncho, el cuerpo perfecto que él había estudiado tan bien. Era Ana.
Decidió seguirla y vio que entraba a la Ermita por la puerta trasera, que nadie utilizaba excepto el padre. Estaba muy atenta de que nadie la siguiera, y Chemo iba cerca pero se escondía entre los muros de las casas para que ella no pudiera verlo. Estaba nerviosa, miraba de un lado a otro con cada paso que daba. Chemo entró detrás de ella con mucho cuidado, sin que se diera cuenta, y pudo ver cómo Ana se acercaba al altar, poco a poco, sacaba el cáliz, cogía algunas hostias, y salía de puntillas casi corriendo. Chemo se quedó atónito. La siguió en silencio y vio cómo ella se sentaba frente al mar en la punta del tercer muelle de piedras, que siempre estaba vacío, y ahí empezó a rezar mientras iba comiendo una a una las hostias. Cada vez que se iba a meter una hostia a la boca, repetía lentamente:
– Este es el cuerpo de Cristo, amén. –
Tete y Ana eran vecinos. Desde la azotea de Tete se podían ver las ventanas de la casa de Ana: él siempre subía para ver si desde ahí, lograba por casualidad, verla sin polo. Pero ahora, después de la apuesta, había puesto en el techo un banquito, y subía varias veces al día, con la cámara lista para disparar si era necesario. Hasta ese momento no había visto ni un milímetro de carne, pero sí había visto su ropa interior colgada al sol, lo que enriquecía morbosamente su mundo de fantasías pornográficas.
Un domingo después de misa, cuando Ana se quedaba haciendo penitencia en la Ermita, Tete y Ñango subieron a la azotea con las cañas largas de pescar, y después de jugar un rato, bajaron con un trofeo: un calzón de Ana. Aunque estaba limpio, no perdieron la ocasión de olerlo, pasárselo por la cara e imaginarse las poses más disparatadas con ella. Corrieron a buscar a Chemo para enseñarle el nuevo objeto de la colección de herramientas de pesca. Chemo se quedó estupefacto, era lo más cerca que había estado de su propia fantasía, aunque él estaba dispuesto a acercarse aún más. El calzón no hizo más que avivar la apuesta que habían hecho días antes en el bufadero; estaban eufóricos. Era una señal, si podían conseguir el calzón, también podrían conseguir las tetas.
Ana, como todas las madrugadas, entró a la Ermita a escondidas y corrió hacia el altar. Abrió el cáliz de las hostias y lo encontró vacío. Buscó desesperadamente en todos los compartimientos que tenía alrededor, pero no encontró nada. Salió corriendo angustiada, con lágrimas en los ojos, en dirección a la playa.
– ¿Buscabas esto? – la interrumpió Chemo.
Ana abrió los ojos sorprendida, con la cara iluminada y restos de lágrimas en los ojos.
– ¿Cómo sabes…? – iba a agarrar las hostias de la mano de Chemo pero éste las
apartó.
– Te las doy… pero si tú me das algo a cambio.
– ¿Qué quieres Chemo? ¡No me fastidies!
– Quiero ver tus tetas.
Ana lo pensó unos segundos, y sonrió. Le hizo un gesto para que lo siguiera a un lugar más escondido de la playa, al principio del muelle.
– Cierra los ojos y cuenta hasta cinco –
Ñango y Tete no entendían qué pasaba. Escondidos tras las piedras al inicio del muelle, solo habían atinado a seguir las órdenes de Chemo, que los había levantado antes del amanecer.
– Ustedes no hagan preguntas. Sólo esperen y miren nada más.
Chemo abrió los ojos y se encontró frente a él un par de tetas enormes y rosadas, perfectamente contorneadas. De la impresión se le cayeron las hostias. Se quedó helado y no pudo decir nada. Ana se puso el polo de nuevo, recogió las hostias de la arena desesperadamente, y corrió lejos. Chemo bajó la mirada lentamente hacia su propio pantalón, y vio ahí, en medio de su entrepierna, escondida bajo la tela, la rigidez de su edad adolescente.