A las 3:34 de la mañana del sábado 27 de febrero del 2010 yo estaba sentado en un sillón del living de mi abuela, en Valdivia.
Afuera corría viento pero dentro de la casa se estaba bien: la estufa a leña llevaba encendida desde la tarde. A veces yo me sentaba frente al vidrio ahumado a contemplar el movimiento de las llamas y a escuchar los chirridos que hacía la madera al partirse en pedazos. Podía entonces perderme en alguna ensoñación idiota, con el sonido de fondo de los maullidos de los gatos peleándose sobre los techos de lata de la casa.
Pero a esa hora estaba ocupado en otra cosa: mi mano derecha empuñaba mi pene y lo sacudía con frenesí.
En el cable la joven y hermosa esposa de un aburrido diplomático sueco conocía a una adolescente exótica que la erotizaba (también la esposa era aburrida) y guiaba por la ciudad Condal a punta de todo tipo de excesos. (A punta de todo tipo de puntas, dirá algún gracioso.)
Era (recuerdo, o pienso ahora) una masturbación acuciada por el aburrimiento y la oportunidad, como solían (suelen) serlo todas mis masturbaciones. De repente me encuentro con la casa entera para mí, por una hora, por dos horas, y en mi soledad feliz corro a una cama o sillón o baño a mimarme. En este caso mi abuela y mi novia se habían ido a dormir, el cuarto que me habían dado no tenía televisión, y el living me pertenecía. La imagen me viene ahora con fuerza: me veo sentado en ese sillón de un solo cuerpo, las piernas peludas pero blancuzcas, pálidas, semi abiertas, el pantalón de buzo a la altura de las rodillas, la polera y el polerón arremangados, apenas cubriéndome el ombligo, mientras un trozo de papel confort reposa en el apoyabrazos del sillón haciendo las veces de delator, testigo y evidencia.
No recuerdo haber estado cerca del clímax cuando sucedió. Pero sí estaba avanzada la faena, porque la erección tardó en desvanecerse (eso lo recuerdo) y yo en principio no supe qué hacer, si seguir o si parar. Supongo que estaba más cerca de lo que la evocación me dice de correrme.
Ese viernes amaneció respirable.
Por lo general Valdivia huele a pasto húmedo y a humo y ceniza. Llueve mucho. A veces el olor es tan intenso que uno cree que lo percibe no sólo con la nariz sino que también a través de los ojos. Es como si uno estuviera a punto de ponerse a llorar al enfrentarse a esa pátina azulosa, casi tan densa como la niebla que se apodera de las calles angostas de la ciudad.
Pero esa mañana Valdivia amaneció inodora. Me levanté y caminé hasta la entrada de la casa, enclavada al final de un pasaje que nacía de la calle Bulnes, casi al llegar a González Bustamante. Subí las persianas y miré el pasaje, vacío de humo, y luego la calle, también transparente. Un cielo azul se alzaba sin nubes sobre las fachadas, esa amalgama de colores roídos y gastados por la lluvia, la pintura barata y el paso del tiempo que es Valdivia.
El vecino alcohólico que había enviudado recientemente sacaba en una dolorosa marcha atrás su Buick celeste: los pensamientos de mi abuela pasaron a mejor vida. (Me refiero, por supuesto, a las plantas. Mi abuela —la pobre— nunca fue muy dada a pensar.)
Un camión de reparto de leña estaba en la esquina, descargando troncos húmedos en la casa de la vecina, una vieja a la que habíamos dejado de saludar cuando despidieron al marido del banco. Temíamos que su pobreza fuera contagiosa.
Salí a comprar pan.
A cuatro cuadras de la casa de mi abuela hay un Líder que pronto, cuando la venta se consolide, pasará a llamarse Wal-Mart, y que antes fue un hospital de no más de tres pisos, pintado de amarillo y donado por John Fitzgerald Kennedy a la ciudad y sus habitantes después del terremoto del 60 que destruyó el sur de Chile. Se llamaba John Fitzgerald Kennedy.
Recuerdo cuando lo demolieron. Durante tres o cuatro años no hubo allí más que escombros habitados por gatos y ratones, escombros en los que podía leerse aún un tenue color amarillo en una pintura ya completamente descascarada. Un verano salí a pasear y empleé una ruta que bordeaba el hospital (perdón, bordeaba el Líder (perdón, bordeaba el Wal-Mart)). Todavía tengo patente la sensación que me embargó cuando no vi más los restos, cuando me enfrenté por primera vez con lo que se erigía en ese hoyo, esa mole implacable a la que ahora me resulta tan fácil cambiarle el nombre. Por alguna extraña razón me deprimí al entrar. Añoraba algo que estaba a medio camino de la visión de ese hospital sesentero y la de sus escombros, y que no era posible encontrar debajo de las luces fluorescentes de un supermercado.
En esas cosas pensaba mientras caminaba las cuatro cuadras que me separaban del pan. En que todo lo que yo había conocido en Valdivia estaba destinado a desaparecer, estaba desapareciendo ya, entre desastres naturales acuciados por el hecho de vivir en el culo del mundo y desastres inmobiliarios acuciados por el hecho de vivir en el culo del mundo y que éste se hubiera vendido al mercado.
No recuerdo qué pasó durante el resto del día. Hay un vacío en mi memoria hasta el momento en el que me encuentro haciéndome cariño a mí mismo, protagonizando la masturbación más memorable de mi vida. Ahora sé que mientras tanto, mientras mi pene crecía y crecía como si no hubiera un mañana, el astronauta japonés Soichi Noguchi me observaba desde la Estación Espacial Internacional. Y yo ni me enteraba.
Mi mano sacudía mi pene, esto ya lo hemos dicho.
En el cable ponían una porno; esto también.
Creo (aunque puedo estar inventando un recuerdo, aquí) que en ese momento la adolescente exótica se dejaba culear por un torero mientras se la chupaba al mesero del local en el que se encontraban. La aburrida esposa del aburrido cónsul observaba todo oculta detrás de una cortina, tocándose las tetas y la entrepierna por encima del vestido largo —de fiesta— color vino que llevaba puesto.
La escena sugería que quien se culeaba a la adolescente (el torero) lo hacía por el poto. Pero la cinta no mostraba eso, tan solo un amague de sacar algo de una parte para meterlo en otra, así como un par de miradas cómplices. En realidad era poco lo que mostraba realmente la película, las vaginas había que imaginárselas a partir de breves flashes de vello púbico. No me importaba tanto que no aparecieran los penes, aunque sí resultaba molesto a la hora de ver la representación de una mamada: la imagen del trasero del mesero y el movimiento vertical y acompasado de la silueta de la adolescente exótica no calentaban mucho. Me dio por pensar, y supongo que no estaba equivocado, que no se estaba llevando nada a la boca, la desgraciada, y yo lo sentía por el tipo, lo sentía profundamente. Mi novia no sabía chuparla y suponía que compartía frustraciones similares con el actor.
Lo que pasó entonces fue lo siguiente: se cortó la luz.
Pensé que se trataba de algo generalizado. El silencio envolvía todo el pasaje. Era un silencio profundo, casi palpable. Escuchaba el sonido que hacía el aire al pasar por mi nariz. Giré mi cuello y comprobé que las luces del alumbrado público no alumbraban, y las del vecino —aunque esto podía deberse a la hora— tampoco. Me sentía confundido y por lo tanto me quedé paralizado, como si hubiera querido incluso dejar de respirar para poder concentrarme en la situación.
Mi mano seguía moviéndose, ajena a la oscuridad y a mis pensamientos.
Mis ojos no veían nada. Escuché a un perro o dos aullar a lo lejos. La casa permanecía en silencio. Mi novia y mi abuela dormían en sus respectivas habitaciones. Empecé a distinguir el contorno del pedazo de papel confort. Adiviné la silueta de mi pene. Aunque no le llegaban ya estímulos de ningún tipo, seguía duro y de la punta del glande se asomaba una gota que en mi estado creí ver brillar. Entonces pensé en lo que estaba haciendo, en ese movimiento mecánico de mi mano, que no había disminuido su velocidad. ¿Debía parar, dado lo ridícula de la situación? ¿Debía seguir y terminar lo que había empezado?
En eso se puso a temblar.
Apenas si se trató de un vaivén que hizo crujir las vigas del techo y las maderas de las paredes y sonar la lámpara de lágrimas del comedor.
Un remezón gutural pero insignificante.
Como si la tierra se hubiera tirado un pedo.
Le siguió a ese pedo un silencio incómodo, como suele suceder.
Ni siquiera se escuchaba —cosa rara— a los gatos pelear. Me quedé como estaba, petrificado, sentado en el sillón, con el pene —ahora sí— abandonado a su suerte, esperando a ver qué sucedía, si es que algo iba a suceder.
En un principio nada aconteció.
El silencio, que no parecía intensificarse, sino sostenerse en el tiempo, nos envolvía a mí y a la casa como si de una burbuja se tratase. Yo escuchaba la respiración de la madera, sus murmullos estructurales y fantasmagóricos. Un atisbo de pensamiento cruzó mi mente, mas no llegó a concretarse. Un segundo temblor lo interrumpió, más fuerte que el primero; un segundo temblor que ya no paró y que yo pensé acabaría con mi vida.
Ok, lo de temer por mi vida fue una exageración. Lo que no significa que el temblor, que empezaba a devenir terremoto, no haya sido fuerte.
Mi pene seguía fuera de su envase, ahora pequeño e infantil. Me puse de pie trastabillando, como reza el lugar común de los terremotos, guardándolo como me fue posible, guardando de paso el confort, arrugado pero sin usar, en un bolsillo del pantalón de buzo. El movimiento se hizo en ese momento algo más intenso.
Recuerdo que casi tropiezo, que ahora las lágrimas chocaban entre sí con escándalo, que se escuchaba de fondo el ruido de mil cerámicas cayendo de una pared y haciéndose pedazos contra el suelo. Busqué la puerta que daba a mi pieza y descubrí una cosa que me puso los pelos de punta: no era capaz de ver la puerta. Todo mi horizonte se encontraba emborronado por las sacudidas que azotaban la casa. No podía distinguir el contorno de las cosas. Pensé en alguna lejana pero no olvidada experiencia con drogas alucinógenas.
Al alcanzar lo que sólo era capaz de inferir que era la puerta —la comprobación llegó al encontrar el picaporte—, escuché los gritos de mi abuela y de mi novia llamándome. Después escuché los gritos de mi abuela y mi novia llamándose entre sí. Luego grité yo los nombres de ambas. Me pareció lo correcto.
Entré en mi pieza y abrí la cama y desordené las sábanas como mejor pude (me caí en el intento) para que pareciera que había dormido allí. Un par de caballos de plata, pesados, que funcionaban como sujetalibros en mis estantes se encontraban en la cama, en el lugar donde se habrían encontrado mis rodillas. Cada vez que jugara al fútbol tendría que agradecerle mi suerte a la pornografía.
Llegué a la pieza de mi novia y las encontré sentadas en la cama. No habían prendido la luz, así que yo lo hice. Rebotó contra las partículas de polvo que se habían levantado a lo largo de toda la casa.
Me quedé de pie en el umbral de la puerta, viéndolas en la cama. Ellas me miraron de vuelta y no parecían sorprendidas de que tuviera la cara enrojecida ni las manos sudadas. Yo me sentía culpable y me sujetaba del marco de la puerta.
La tierra todavía temblaba.
Mi abuela se hizo un ovillo y empezó a balancearse de adelante hacia atrás. Yo sabía por qué lo hacía: recordaba el terremoto del sesenta.
Pensé en acercarme y consolarla acariciando su espalda, pero luego desistí. Me sentí ridículo. Metí las manos en los bolsillos y noté el confort arrugado entre mis dedos.
Pensé en mi abuela. ¿Qué podía hacer yo por ella? Nada.
¿Qué puede hacer uno por nadie?
Mi abuela estaba sola con sus recuerdos, con su dolor, de la misma manera en que yo estaba solo con mis recuerdos del confort y de la paja que había interrumpido el terremoto.
Era capaz de cosas vagas. De decirle que estaba allí para ella; de abrazarla; de acariciar su espalda. Consuelos torpes, que a punta de repetir creemos que valen algo. Pero no valen nada, yo lo supe entonces.
Sentí asco de mí mismo, de lo inútil que podía llegar a ser, y dejé a mis dos mujeres atrás, sentadas en la cama.
Mi abuela murió diez meses después, esperando una llamada transatlántica mía que nunca llegó.
A mi novia le pedí matrimonio en octubre de ese año. Confeccionamos la lista de invitados, elegimos un local para la fiesta y contratamos una banquetera.
Rompí el compromiso en diciembre.