Esta estancia sí contiene forma. Materia, paredes, quiero decir: es una casa. Todo resulta borroso, difuso, pero creo que puedo ver dos sofás, allá al fondo. Dos sofás color brandy, tal vez de cuero. Tras ellos un inmenso ventanal. No alcanzo a distinguir lo que asoma tras el vidrio. Un momento, sí. Es niebla densa y fogosa, en movimiento; parece haberse colado dentro de la casa, absorbiendo los muebles, los cuadros, el suelo, en su extraño tránsito. Creo que se trata de una casa, puedo ver dos sofás. Presiento que se trata de mi casa.
Observo desde la distancia; me hallo reclinada sobre una encimera de mármol. No percibo nada extraño. Quiero decir, la niebla no existe, todo transcurre con normalidad, la realidad es más o menos cotidiana, placentera, en absoluto ominosa: no me percato de que estoy siendo observada mientras observo. De que somos dos. Y tatareo una canción que se me escapa, que no consigo recordar del todo; sale a trompicones, me quedo en blanco. Conozco, reconozco esa canción, me suena. Me refiero a mí, la que escribe, pero no sabría identificarla ahora mismo, ponerle nombre o fecha. Conozco esa canción, la he escuchado mil veces, seguro. Sonrío de pronto. La de allí, quiero decir. Sonrío. Acabo de recordar cómo sigue la canción.
Fumo tumbada sobre el suelo, rodeada de niebla que no percibo, que en realidad no existe. Fumo ensimismada mientras pienso en el libro, mi nuevo libro, en cómo continuará la trama. El texto, mi vida, va cobrando forma, palabras que ascienden con el humo del tabaco. Juegan en el aire, dibujando psicodélicas figuras a medida que fumo, exhalo. Un momento. Me acabo de dar cuenta de que yo no fumo, hace años que dejé de fumar, hace años que no fumo, no lo entiendo, ¿de dónde ha salido este paquete, cómo ha llegado hasta aquí, por qué estoy fumando? Se lo habrá dejado alguien, algún amigo, supongo. ¿Pero por qué estoy fumando?
Camino hasta la encimera y abro el grifo, situando el cigarrillo debajo para apagarlo. Y observo mis manos. No son mis manos, éstas no son mis manos, joder. Son mis manos, sin duda son mías, pero hay algo raro en ellas, las noto cambiadas. Éstas no son mis uñas, hace años que no las llevo cortas, tan cortas quiero decir, ni tan redondas, ya no las llevo así. Y esta huella de bolígrafo, ¿qué demonios es esto? Tres palabras escritas sobre el dorso de la mano que no alcanzo a descifrar, se han desdibujado; parecen llevar aquí un siglo. Juro que antes no estaban, algo extraño está pasando.
La niebla. Se desliza tras la ventana a cámara rápida y desaparece, casi instantáneamente, ante mis ojos. Sus ojos. ¿Qué ha sido eso? ¿Qué coño ha sido eso? Un momento, yo ya he vivido esta escena. ¿Es esto un déjà vu? Pues claro. Al fin recuerdo, recuerdo este libro. Debo amasar el pan, ha llegado el momento. Naturalmente.
Camino hasta la biblioteca; ocupa una pared de la estancia de un extremo a otro, de suelo a techo. Es una biblioteca muy bonita, de madera clara. La recorro en busca del libro, este libro, tiene que estar en algún estante. Reconozco algunos volúmenes, las obras completas de Jung, por ejemplo, que me acompañan en Nueva York estos días. Ahora. Reconozco también algunos libros anteriores, ediciones envejecidas de la adolescencia que luego trasladé a mi casa de la calle Monteleón. Obviamente ya no vivo allí, ahora vivo en esta casa, qué duda cabe. Veo otras obras que me resultan ajenas, desconocidas: ensayos sobre música y cuadernos de partituras, ediciones de ciencia y tecnología que no me imagino comprando. Deben ser de otra persona que vive en la casa, conmigo. Supongo. Ese inmenso tomo sobre física cuántica sí que me resulta familiar, y el ensayo “Bubbles” de Sloterdijk es mío, seguro, aún no lo he comprado pero me propongo hacerlo, hace tiempo que quiero leerlo. Junto a éste, a la izquierda, al fin veo el libro. Este libro. “Creí que era un pájaro”, tercera edición. Lo cojo apresuradamente y cae al suelo, abriéndose precisamente en la página 15. La de la receta. Naturalmente. La realidad ha cobrado sentido.
Sobre la encimera, los ingredientes necesarios para amasar el pan, que he encontrado en la despensa. Todas las piezas encajan, insisto. He encontrado el paquete de harina de fuerza y después el botecito de levadura (ingredientes que nunca he usado y no recuerdo haber comprado jamás) en un rincón semioculto. Pero no me ha parecido raro. Siento una paz inconmensurable, una alegría inmensa. Me dispongo a amasar para ti.
Tamizo la harina blanca, sedosa, poco a poco, lentamente. La harina cae como nieve sobre el plato, parece un paisaje. Añado un poquito de sal, media cucharada, antes de formar un hueco en el centro; dibujo un pequeño círculo con el dedo índice. Y en su interior voy vertiendo la mezcla de levadura y agua. El agua se esparce, se abre, alcanza los bordes de la harina. Hundo las yemas de mis dedos para ayudar a que penetre el agua y remuevo. La harina se espesa a medida que la recorro, la acaricio, volviéndose densa y pringosa. La traslado entonces a la encimera y comienzo a amasar. Ahora con todo el cuerpo, con los ojos cerrados. Apoyo la palma de la mano sobre la masa y presiono. La extiendo y recobro, la extiendo y recobro, como en un baile, permitiendo una y otra vez que se rasgue, se abra, antes de doblarla, de plegarla sobre sí. Doblo y desdoblo acompasada, ausente, presente, extasiada, durante veinte minutos. Y tatareo, con los ojos cerrados. Es esa misma canción. La masa deviene suave y blandita; abro los ojos. Ya no es pegajosa sino compacta, brillante, y sus contornos bien definidos.
Reposa en un cuenco sobre la encimera. Yo me he sentado en un sofá y sostengo una guitarra entre los brazos. Una guitarra que no es mía. Con torpeza, intento reproducir los acordes de esa canción, la que he estado cantando, ésa que me persigue. Una nota, otra, descifro, repito. La misma pequeña escala, el mismo juego de acordes, una y otra vez, una y otra vez. Poco a poco la música nace, las notas se ordenan en una triste melodía. Navego en la voz que ha invadido mi mente, intentando rescatarla. Surge poco a poco, torpemente, regresa, ya llega, brota de mis dedos, mis labios, casi puedo oírla, ya llega. There´s nothing more I´m waiting.
Regreso a la cocina. Retiro el film transparente que recubre la masa, presiono con un dedo y observo. La huella desaparece, se desdibuja. Eso quiere decir que está lista, que puedo seguir amasando. Una vez más cierro los ojos, y con toda la luz de que soy capaz, toda la voluntad de mi ser, me hundo hasta abrir la masa, permitiendo que se derrame, respire. Tatareo con los ojos cerrados. Amaso y luego recojo, extiendo, recojo, componiendo su cuerpo. Tatareo. Doblo los bordes hacia el centro, hacia dentro, me inundo, se abre, respira. La pliego de nuevo, dándole forma redondeada y compacta. Abro los ojos. Cubro la masa con un trapo húmedo y permito que repose durante veinte minutos antes de repetir el proceso. Abro los ojos. Apoyo la masa en una tabla, bajo la ventana de la cocina. La cálida luz y los rayos del sol la iluminan.
Un libro titulado “Alchemical Studies” de C.G. Jung. Me ha parecido verlo antes, de pasada, en la biblioteca; un volumen mediano y oscuro. No sé por qué me viene a la cabeza este libro, en este momento. En fin. Puesto que la realidad se ha convertido en un extraño sortilegio, o augurio, creo que debo escuchar esta intuición, atender el reclamo de mi mente subconsciente. Así que camino hasta la biblioteca y extraigo el libro, recostándome después en el sofá para leer mientras reposa la masa. 50 minutos, dice la receta. Abro el libro de Jung.
La página abierta al azar contiene el siguiente texto, que aquí transcribo: [As we have seen, the spiritual nature of the water comes from the “brooding” of the Holy Spirit upon the chaos (Genesis 1:3). There is a similar view in the Corpus Hermeticum: “There was a darkness in the deep water without form; and there was a subtle breath, intelligent, which permeated the things in Chaos with divine power.” This view is supported in the first place by the New Testament motif of baptism by “water and spirit,” and in the second place by the rite of the benedictio fontis, which is performed on Easter Eve. But the idea of the wonder-working water derived originally from Hellenistic nature philosophy, probably with an admixture of Egyptian influences, and not from Christian or biblical sources. Because of its mystical power, water animates and fertilizes but also kills. In the divine water, whose dyophysite nature is constantly emphasized, two principles balance one another, active and passive, masculine and feminine, which constitute the essence of creative power in the eternal cycle of birth and death. This cycle was represented in ancient alchemy by the symbol of the uroboros, the dragon that bites its own tail. Self-devouring is the same as self-destruction, but the union of the dragon´s tail and mouth was also thought of as self-fertilization. Hence the text says: “The dragon slays itself, weds itself, impregnates itself.]
Introduzco la masa en el horno y observo cómo se transforma. Crece, emerge, cambia su cuerpo, lentamente. Se crea con forma esponjosa, recubriéndose al fin de una costra dorada y crujiente. Ahora sí, ahora sí. Es un delicioso pan.
Hoy es el día de tu cumpleaños. Cumples diecisiete años. Edad que dices -dijiste- ahora habitas, aunque constan treinta y siete en tu partida de nacimiento. Hoy comes el pan que algún día amasaré. Pan de vida. Futuro, pasado, no existen. Arrancas un trozo. Lo acercas a tu boca y muerdes. Masticas ensalivando la miga, la costra, que degustas, saboreas, deshaces. Disuelves mi cuerpo esponjoso y salado, me fundo en tu paladar. En tu lengua. Al fin soy contigo.
Escrito el 18 de enero de 2013.