En el taller de arte de los miércoles hay cinco amas de casa. Una va por curiosidad. Una por aburrimiento. Una porque alguna vez tuvo talento. Las otras dos no tienen nada llamativo. El profesor es un inmigrante checo que se acostó una o dos veces con la esposa de un político importante. Es alto y siempre está enfundado en un cárdigan gris. El cárdigan es viejo y tiene un agujero enorme en un codo. El nombre del profesor es Damek Reiner. Reiner odia el taller, odia el pueblo. ¿Qué lo retiene en ese lugar? El agotamiento. Pero nada es tan simple, realmente.
Cuando Reiner era niño, solía sentarse en el borde de la ventana y observar a los otros niños. Llenaba cuadernos con pequeñas figuras. Los cuadernos se perdieron, junto con todo lo demás. No había tiempo para tenerle apego a nada. Su vocación era la pintura, pero la habría abandonado si hubiera podido. Le habría gustado ser el tipo de hombre capaz de levantarse y disfrutar un amanecer sin ver la morbidez detrás del cielo azul. No había mucho que Reiner pudiera disfrutar, realmente. Siempre parecía faltar algo. No es que viviera como muchos lo hacen, con una torpe sensación de vacuidad. Era una maldición: una vez que dejabas tu lugar no podías volver a encontrarlo.
A veces Reiner manejaba hasta la ciudad y visitaba el viejo árbol donde los amantes tallaban sus nombres. La ciudad era joven y el árbol lo más viejo que había en ella. Era lo único que se le ocurría pintar. Las mujeres del taller pintaban retratos de sus mascotas y paisajes del pueblo. Reiner no tenía nada que ofrecerles; el arte no podía ser enseñado, e incluso si hubiera podido serlo, ellas no lo merecían. A excepción de la rubia. Ella tenía un pequeño atisbo de talento. A veces, cuando Reiner no podía quedarse dormido, se la imaginaba allí, en la cama, y hundía la cabeza entre sus pechos.
Las mujeres respetaban a Reiner, les gustaba que fuese extranjero. De hecho, sí era alguien que merecía cierto grado de respeto. No hacía tanto tiempo que le habían ofrecido una residencia en el departamento de arte de una universidad algo conocida. Bueno, sí había sido hace tiempo. ¿Pero quién puede llevar la cuenta de los días cuando son todos iguales?
Cada mañana, Reiner se despertaba determinado a disfrutar más: las pequeñas cosas, el sabor de los donuts glaseados de la tienda de al lado, los apretados pantaloncitos de gimnasia que la rubia usaba cuando no alcanzaba a ir a casa a cambiarse. Estaba usando esos pantalones cuando se la topó en el supermercado. Se dijeron hola en el pasillo de los cereales y se quedaron allí hablando. Había tanto que ella quería preguntarle, acerca de su vida y de cómo había terminado en ese pueblo, en ese supermercado, empujando un carrito lleno de embutidos y de pan lactal. Sentía que él podría entender lo que ella anhelaba, que él podría tener una respuesta a esas otras preguntas, las que le saturaban la cabeza por las noches. Una cabeza tan bonita, además, con el pelo atado de esa manera. A veces ella sentía que ser bonita era una maldición: nadie veía la fealdad interior. A lo mejor Reiner podía. Cuando pensaba en él, se imaginaba que la conocía, que lo sabía todo.
En el pasillo de los cereales, el profesor y su alumna se detuvieron y se miraron. Pagaron por sus comestibles, y él la ayudó a guardar las bolsas en el auto. Se quedaron en el estacionamiento fumando. Allí afuera, estuvieron quietos, mirando hacia adelante. Por un rato no hablaron.
—Te lo puedo arreglar —le dijo ella de repente.
Él se dio vuelta para mirarla.
—El agujero —le dijo, tocando ligeramente, casi imperceptiblemente, el cárdigan.
En el estacionamiento, Reiner contó los años que había tenido el cárdigan, y eran muchos. Con un placer inesperado, sintió apego, y le dijo a ella con orgullo que ese cárdigan era su favorito. Y ese momento, ese momento Reiner lo disfrutó, realmente.