Jaime estaba sentado en una mesa prodigiosa, faltaban horas para la Navidad, todos se esforzaban en que la pasara bien, no era común compartir con un amigo deportado dos veces en menos de tres meses.
Todos observaban las tazas de chocolate Cuzco, humeante, espeso; fuentes de tajadas simétricas y esponjosas de panetón D’onofrio; el pavo dorado, jugoso y relleno en el centro de la mesa; dulceras con gelatinas y frutas. Quizás allí, pensaban, en el recuerdo de otras gratas navidades encontraría Jaime algún consuelo. Sin olvidar, claro, las rondas de pisco que se sucedían en medio de la camaradería del barrio. Había que celebrar las Fiestas y el retorno de Jaime, animarlo: “¡Hermano mejor quédate en el país, estamos progresando a pasos agigantados, mas bien allá la están viendo verde ahora, ya no lo intentes otra vez te puedes fregar!”
Y como explicarles de una vez por todas que el dinero era lo de menos, que otros motivos, más altruistas, más humanos, lo movían, lo obligaban a retornar. Cómo explicarles en su totalidad, la carita triste y llorosa de Andrea, allá en Tucson, frente a la clínica abortiva, diecinueve años, una vida en su vientre, la confusión de ella alentada por su familia, su padre: “Tienes un futuro por delante, deja ya de llorar, es una buena decisión, es legal y no te dolerá, más fácil que sacarse una muela… ¡y este desgraciado que hace acá!”. Entonces la ira, la desesperación, un empujón con violencia y tratar de escapar con Andrea, confundida, enamorada, ahora resuelta. No llegaron lejos, el policía que resguarda la clínica los encañona con su arma, él que cubre a Andrea con su cuerpo, llegan más policías.
La cárcel oscura y fría, el recuerdo de los agentes, golpeándolo, separando los dedos de Andrea aferrada a su brazo. El dolor otra vez, cuántas veces más. Una sola visita permitida, el abogado de oficio: “Pero soy residente y tengo permiso de trabajo, además fue en defensa de mi hijo, mi enamorada, ¿qué no ve? ¡Iban a matar a mi hijo, era defensa propia!”… “Tu hijo está en el limbo jurídico, mientras no nazca no es un ser humano, no es una persona, no tiene derechos, no puedes emplear esa excusa”… “Pero puedo apelar, tengo mis documentos en regla, no soy ilegal, soy residente”… “Ya no, ahora eres un delincuente, golpeaste a un ciudadano, intento de secuestro, resistirse al arresto, ya no tienes residencia, la Ley de Defensa de la Patria te la abolió, solo te queda la deportación”… “¿Es usted mi abogado o qué?”… “¡Guardias, guardias!”. El hombre delgado, bajito, de unos sesenta años, de espejuelos redondos, calvicie prominente, bigote ralo y de mirada ratonil escapa con solo un par de coscorrones de la ira de Jaime. Otra vez más golpes y el dolor que se hace crónico. Lo regresan a su celda y tirado en el frio piso piensa en la ley tan dura contra la inmigración ilegal y que ahora extendía sus tentáculos hacia la legal.
Luego el retorno, el avión, desembarcando en Lima sin un centavo, el tierno reencuentro con sus padres y con sus amigos de toda la vida. El proceso de adaptarse a otra rutina, el dolor de la separación a flor de piel y lo inevitable, que contra todos los ruegos, juntando un poco de dinero se fue una vez más hacia el norte, sorteando países hacia la frontera entre México y Estados Unidos. El arriesgado cruce por el desierto en busca de Andrea, de su hijo, siendo detenido por las patrullas fronterizas y regresado otra vez a su país, esta vez esposado y en custodia.
Ahora estaba allí sentado frente a la prodigiosa mesa en la víspera navideña. Los cohetes reventando cada vez más ruidosos, más numerosos conforme se acerca la medianoche, la alegría desbordante en todas las casas, en los ómnibus, en las calles. Suntuosos presentes, humildes regalos quizás estos más sinceros que aquellos. Los niños con un pedazo de pabilo encendido para prender la mecha de los cohetecillos, raspando los “rasca pies” e iluminando con sus luces de bengala y de inocencia a una ciudad de ocho millones de habitantes.
Recordó su infancia donde en muchas Navidades su barrio las pasaba a la luz de velas y cocinando a kerosene, debido al terror que dejaba a oscuras la capital y el país. ¡Qué diferencia ahora!, se podía viajar por todo el país y las Navidades habían retomado sus sonidos, colores, texturas, olores y sabores ya sin miedo, ya sin infamia.
Otra ronda, esta vez cerveza, y Jaime que no puede dejar de sentir esa sequedad en sus labios, en su garganta pese a la refrescante bebida. Todas las puertas están abiertas y van desfilando los vecinos de las casas contiguas y ellos van a devolverles la visita esperando las doce, como siempre, desde que era niño. Jaime reconoce que esto es posible debido al verano del hemisferio sur, unas fiestas más alegres, en comunidad, toda la ciudad festejando como una sola casa. La nórdica Navidad por el contrario es invernal, nuclear, cada familia encerrada en su hogar debido al inclemente frío y quizás a un metro de nieve.
Jaime está aquejado por un fuerte escozor en la piel, los amigos lo habían llevado casi a diario a las playas como lo hacían antes, tratando de sacarlo de ese mutismo en que se encontraba. Él recostado en la arena, indiferente, se había expuesto mucho al sol y ahora la erisipela lo torturaba bajo sus ropas.
Aconseja Chachi, el amigo intimo, siempre: “Jaime ya no te tortures y si al final ella abortó, no hay nada, luego tu obstinación de regresar es en vano”… “Y si no fue así, y si mi hijo está allá, yo siempre soñaba con algún día tener un hijo, claro no tan joven, pero llegó y lo quiero, y si está vivo lo voy a encontrar”… “Ya cálmate, ¡salud!, se acercan las doce, la abuela dice que empezaremos a comer a las once para brindar a las doce, ese pavo se ve sabrosón, ¡anímate hombre!” …, Jaime esboza la mejor sonrisa que puede sacar y bebe con fruición pero no calma su sed y ese escozor que no pasa, piensa que tendrá que ponerse alguna crema mañana.
Dieron las once, la abuela con el tenedor y el cuchillo cedió a Jaime el honor de cortar el pavo. La gente animada por los tragos comenzó a cantar: “Por que es un buen compañero…”. Jaime agradeció a los presentes por estar a su lado en los momentos más difíciles de su vida. Emocionado casi hasta las lágrimas se dispuso a proceder cuando notó horrorizado que el ave se incorporaba sobre unas terribles garras, le salían plumas negras, el rojizo y pelado pescuezo emergía del cuerpo y en una cabeza tambien desplumada aparecían unos ojos que lo miraban directamente. Todos los presentes escapaban despavoridos dejando tirados por el suelo: sillas, platos, botellas y vasos. El terror había paralizado a Jaime que no podía mover un solo músculo pese a que lo deseaba de todo corazón. El ave le dio un feroz picotazo en un brazo y el dolor lo devolvió finalmente al árido desierto de Arizona, tirado en el calcinante suelo pudo a duras penas espantar a su atacante. Trató en vano de incorporase, sintió la piel pustulosa e infecta, la boca y la garganta horriblemente escaldadas y secas.
Allí estaba, debajo de un raquítico arbusto, y no en la mesa navideña de su alucinación postrera. La idea loca de cruzar en solitario la frontera, por el lugar más inhóspito, menos vigilado, mortal. Dirigió su mirada ahora sí hacia el horizonte real, hacia donde estaría Tucson, sabiendo que si el niño estaba vivo ya no conocería a su padre.
El buitre esperaba cerca y paciente, que dejara ya de moverse, de luchar.