Desde que llegué a Chinatown –alrededor del mediodía de un lunes nublado– me miraron como si fuera una extraña; algo por debajo de un turista; otra especie, quizás. Al pasar Allen Street –una de las calles en Lower Manhattan– dejé de entender los anuncios y tuve una sensación parecida a la ansiedad: entre la niebla y los caracteres que bien pueden estar en mandarín, cantonés o cualquier dialecto apartado; entre el canto nasal y agudo que constituye su habla y la forma de batir sus manos como si estuvieran en una intrigante discusión, me sentí perdida. Por primera vez tuve la sensación de un doble extranjerismo: no sólo fui una forastera en la gran manzana, también lo fui en ese extraño sueño chino americano. Y ellos lo percibieron, los orientales me descifraron en cada una de sus tiendas: algo estaba buscando y no sabía, a ciencia cierta, cómo pedirlo.
En un principio pensé que en medio de la transacción cultural estaba el dinero: yo les compro algo a los chinos y ellos me relatan la historia de su vida: cómo llegaron a Nueva York, cuánto tiempo tuvieron que esperar para atravesar el océano desde Hong Kong, si son o no son inmigrantes, si desean, algún día, salir de la colonia. Pero desde que ingresé al primer local, un lugarcito de baratijas en medio de Elizabeth Street, supe que las cosas iban a ser difíciles: en un punto el idioma no me dejó diferenciar si la bolsa roja y plástica que tenía en frente mío guardaba golosinas o papas fritas; tampoco pude entender el tema del que trataban las revistas y libros en las estanterías. Pero de lo último no culpo al idioma sino al diseño: la portada de cada texto estaba basado en una fotografía de un asiático cualquiera, que ni tenía pinta de modelo, ni tenía pinta de actor, ni tenía pinta de político. Quise usar este pretexto como tema de conversación y le pregunté a la señorita del mostrador de qué trataban los libros. “Son sólo libros”, me contestó, y bajó la cabeza en ademán desinteresado. ¿Sólo libros?, le pregunté en español a la estatua de Buda que la mujer tenía a su lado. Y éste pareció advertirme que saliera de la tienda de un zarpazo, que corriera intimidada.
Justo al lado se encontraba un acuario –abundan en Chinatown– al que entré con sigilo. Como si fuera una agente secreta del FBI, me moví con cautela entre las peceras de luces neón y me situé al fondo. Un hombre de gafas de vidrio azul y acento texano se me acercó para contarme algo sobre los camarones mantis y no quise escucharlo: no estaba entre mis planes conversar con alguien que no tuviera los ojos rasgados. Busqué, en cambio, al chico asiático que negociaba los peces –un escuálido risueño que llevaba una camiseta de Budweiser– con la idea de empezar mi interrogatorio. Estaba de espaldas así que lo jalé de la camisa. Él se sorprendió y amablemente me preguntó qué deseaba.
-¿La gente que compra los peces se los come después? –intervine, dándome cuenta al segundo de lo estúpida que era mi pregunta.
-¡Qué excéntrica sería la persona que compre un bocado de pez por setenta y cinco dólares! –me contestó.
Claro, claro, qué tonta soy, quise decirle; cuando en realidad buscaba que me contestara cuántos peces debía comprarle para que me contara su vida y no particularmente su vida, sino la de sus padres, la de sus abuelos. ¿Llegaron a Estados Unidos –como la mayoría de los inmigrantes chinos– huyendo de la toma del comunismo? ¿Trabajó también su madre en esa grandiosa industria textil que ocupó la mano de obra China en el siglo XX? ¿Se sentía su familia rezagada por la sociedad norteamericana? ¿Qué piensa de pertenecer a la colonia China más grande de Estados Unidos? ¿Desearía, algún día, mudarse –yo que sé– a Brooklyn? ¿Qué piensa de los hipsters que están arrendando cuartos en Chinatown para ahorrarse algunos pesos?
Pero sólo me limité a observar unos pececillos rosa –los red head parrots, según el anuncio– que no adquirí por un sentimiento que cargo de que no nací para proteger al que nace. Ando psicológicamente dañada. Por ejemplo, el pez: me olvidaría de darle alimento si llego borracha a casa; no sabría a quién dejárselo cuando me fuera de viaje; sería incapaz de ponerle un nombre decente; no sabría cómo cambiarle el agua sin que se asfixiara en el intento. Me despedí del asiático y salí del acuario sin rumbo alguno. Deambulé entre diferentes calles –Broom Street, Grand Street, Mott Street– con la idea de que debía comprar, en alguno de los mercados, una bolsa de camarones para que el vendedor me contara de su excitante vida en Nueva York. Pero la mayoría de los peces en las estanterías no reposaban muertos sino vivos. ¡Vivos! Cangrejos, langostas, pargos gigantes aleteaban demostrando su frescura. ¿Y qué debía hacer yo? ¿Matarlos en casa? ¿Comprarlos y tirarlos por la alcantarilla? No. Debía idear un mejor plan.
Varias cosas llamaron mi atención en esa caminata inverosímil: los pollos muertos que venden en los mercados se exhiben completos; las verduras parecen más frescas que las del Traders Joe´s de la segunda avenida; lugarcitos de tés con decoración tipo Starbucks encuentran su lugar dentro del barrio; un café lleva el nombre de Paris Sandwich Bakery. ¿Consecuencia, quizás, de la occidentalización? Sin embargo, esta apertura no la percibí en las tiendas de revistas, discos y videos. De las tres que encontré, ninguna tenía material que no fuera escrito en caracteres o que mostrara a personajes que pertenecieran a occidente. Los ídolos pop eran los suyos y las modelos eran las suyas. Pero pienso que la importación no está en la cara de los ídolos sino en la idea de esos ídolos: en las portadas no está ni Kate Moss ni Justin Bieber pero los personajes representan lo mismo: el culto occidental.
Encontré un parquecito en la intersección de Hester Street con Chrystie Street y me senté en una banca. En frente mío, un grupo de más de veinte chinos –hombres, todos– parecían discutir y, por la forma de agruparse –en pequeños círculos que terminaban donde comenzaba el otro– pensé en una pequeña comunidad patriarcal. En la noche del lunes, me enteré a través del libro The “Isolation” of New York City Chinatown de Pei-Yao Chen, que a principios del siglo XX la mayoría de los inmigrantes eran hombres: por cada veintisiete chinos una mujer cruzaba el océano, y para 1900, de una población de siete mil inmigrantes, sólo doscientas eran mujeres. Ese círculo, me dije, actúa como la reminiscencia de una sociedad que alguna vez fue masculina, los hombres conservan el legado de los pescadores, de los herreros, de los fabricantes de cigarro. En algún punto decidí acercarme y uno me gritó: “¡Ni hao!”. It means hello, dijo y sólo me limité a sonreír, con cara de tonta, como si no supiera inglés, como si ya no recordara qué estaba haciendo allí.
Me di media vuelta y decidí que era hora de poner en marcha mi más precario, estúpido plan: comprar souvenirs. Ingresé a una tienda en Mott Street y pregunté por unas camisillas que leían I Love New York: ¡Quince dólares! Cada camisa costaba quince dólares y sólo tenía veinte en mi bolsillo. A esto se sumaba el problema de que cuando los vendedores regatean, regatean en cantidad. ¿Cómo iba a decirle a la mujer que me atendía, que sólo me alcanzaba para comprarle una unidad? Eso sería igual a su silencio. Pedí seis vasos de shots –cada uno a dos dólares cincuenta– y le conté que estaban destinados para mi familia en Colombia. Ella sonrío con gentileza. Le pregunté cómo se vive en Chinatown. Dijo que bien. Pregunté si era cierto o no que a veces los chinos viven en apartamentos en los que habitaban más de diez personas en un cuarto. Dijo que eso era una figura ilegal. Le pregunté el año en que su familia llegó a Estados Unidos. No lo recordaba pero dijo que desde entonces estaban felices. Entró otro turista pidiendo diez camisas de I Love New York y la mujer me volvió invisible.
Salí del almacén. En una banca en Mott Street olí los dumplings que empezaban a fritarse con la caída del día. Una mujer se acercó con una bolsa llena de pescado para advertirme que me fuera: “¡Chinatown es peligroso una vez oscurece! ¡lo único bueno es que venden pescado barato!” Y vivo, pensé, sin sospechar que la ruina de mi día, que ese hermetismo que tanto ellos como yo habíamos instalado en las conversaciones tendidas, es parte de una historia de aislamiento que Pei-Yao Chen explica, en resumidas cuentas, así: la entrada de los inmigrantes asiáticos se dio después de que el presidente Abraham Lincoln firmara, en 1846, un acta para fomentar la inmigración. El acta le otorgaba a las empresas privadas el permiso de contratar a trabajadores extranjeros por cuenta propia. Así, las compañías americanas instigaron agencias de reclutamiento que se encargaron de contratar a ciudadanos chinos que vivían en estado de extrema pobreza y que estaban destinados a trabajar en las minas americanas y en la construcción del ferrocarril transcontinental. Con los años, el gran número de inmigrantes provenientes de China comenzó a representar una amenaza para los americanos que consideraban esta raza como una raza inferior e impura; como una población que le quitaba el empleo a los blancos.
Este problema fomentó diversas medidas y reacciones en la sociedad china y en la sociedad americana que ayudan a explicar, en parte, el asilamiento en que Chinatown permanece: primero, para evitar el asentamiento de familias, se reclutaba únicamente a hombres trabajadores; segundo, en un período en el que aún estaba de moda hablar de esclavitud, se empezó a tratar a los chinos como una fuerza esclava; tercero, los chinos se movieron de zonas rurales para encontrar trabajo en grandes ciudades como Nueva York, haciendo que se le diera más importancia a la figura del inmigrante; cuarto, después de la Segunda Guerra Mundial se promovió la idea de que los chinos infiltrarían ideas comunistas en América; quinto, las colonias chinas eran controladas por guardias que también eran chinos y que estaban destinados a ejercer un control indirecto sobre la comunidad.
Estos puntos no solo conformaron una minoría étnica sino que también sembraron la idea de que la colonia debía mantener sus tradiciones, de que sólo promoviendo las diferencias culturales se abriría paso a la preservación de la raza. El fenómeno, aunque en menor escala, se mantiene hasta ahora; y los inmigrantes –con papeles o sin papeles– aún son tratados como extraños.
Soap Operas en Chinatown
No sé ni por qué volví. Caminé la primera avenida con el presentimiento de que sería otro día solitario en Chinatown. Reconocí el cambio de barrio, ya no por los caracteres en los anuncios de las tiendas, sino porque comenzaron a ser frecuentes las vitrinas de salones estéticos que mostraban en sus televisores videos de manos finas masajeando espaldas anchas. No eran imágenes provocadoras y aún así, les encontré un morbo particular, sobre todo cuando los dedos del esteticista se perdían entre los pliegues gordos de piel. Uno de los lugares, en Forsyth Street, era a la vez salón de belleza y restaurante: al lado de los planes de pedicure, manicure y masajes, estaba el menú de alitas de pollo, dumplings y noodles. Me imaginé boca abajo en una de esas camas rectas de masaje, comiendo chuzos mientras el esteticista me curaba el estrés y sonreí. No alcancé a abrir la puerta cuando una mujer me advirtió que no habían turnos disponibles. ¿Qué era ese lugar? ¿Una línea de servicio al cliente?
Avancé una cuadra hacia Delancey Street e ingresé al mismo acuario en el que había estado tres días atrás –el Pacific Aquarium & Pet Inc. Saludé al vendedor de la camiseta de Budweiser y le dije que estaba buscando un pez que no necesitara mucha comida, que fuera, más bien, solitario, que pudieran cuidar hasta finales de enero pues yo tendría que salir del país por un mes, que les pagaría la comida hasta entonces. El tipo soltó una carcajada y señaló los peces Betta. Dijo que eran animales asociales, de naturaleza agresiva. Los vendió como una raza extraña cuando en Colombia, entre las casas, son comunes. Le dije que volvería por él en unos días y salí del acuario con un humor extraño. Caminé un par de cuadras hasta llegar a una pastelería ubicada en Chrystie Street, un lugar ruidoso y de sillas bajas, de paredes pintadas de rosa y verde pastel. Dos televisores, ubicados en la entrada y al final del lugar, mostraban soap operas chinas y las mujeres, pegadas al televisor, se escandalizaban cuando el programa cambiaba a comerciales. Compré un té verde y me senté en el fondo del lugar.
En la mesa contigua, un hombre de por lo menos sesenta años dibujaba un rostro ancho que parecía huir de la página rayada. Debajo de la cara había un par de notas en inglés. Saqué una agenda del maletín y empecé a describir su vestimenta: pantalones anchos de color verde militar, camiseta naranja, sombrero negro tipo aviador. En cuestión de segundos él me miró con complicidad y yo le sonreí con complicidad. En un inglés bastante claro me preguntó qué estaba haciendo. Le dije que escribía y luego le pregunté qué estaba haciendo él. Me dijo que trabajaba en un nuevo proyecto, que era un indocumentado pero que no estaba loco. Le dije que era una lástima porque yo sí estaba loca. Soltó una carcajada y lo invité a sentarse conmigo. Me preguntó por mi acento, le dije que era de Suramérica y él afirmó que era de Filipinas. Sentí un sinsabor en mi lengua: ¿no estaba buscando a alguien de China? ¿Debía expulsarlo de la mesa de inmediato? ¿Delatar mi causa?
Pero el hombre contó que era un artista y no pude sino sentir interés por él. Primero habló de temas dispersos –de Freud y del Nirvana, de Wall Street y la locura, de la violencia y el existencialismo– y después, sin que se lo preguntara, se dispuso a relatar su historia. Felix Lex Cachapero –o Lex como lo llamaré de ahora en adelante– tiene dos lugares preferidos para dormir: la calle de Mulberry en Chinatown y la línea F del metro, en donde duerme con la espalda recta para que los policías no lo corran. Perdió sus documentos en 2002 mientras montaba en un bus que pasaba por Herald Square y desde entonces ha sido un indocumentado: no existe papel que certifique quién es y en el Consulado Filipino en Nueva York –según contó– no han querido ayudarlo. Anda por las calles de Chinatown camuflándose con sus ojos que también son rasgados, entregando pequeñas fotocopias en papel amarillo que hacen las veces de curriculum vitae, repitiéndose que pronto vendrá el día en que su arte rinda cuentas ante el mundo.
El arte de Lex, por lo menos a mi parecer, es bastante bueno. Miré sus cuadros conforme los iba sacando de un maletín de cuero negro que mantenía a su lado. Están hechos en cartulinas tamaño carta de 250 gramos, en donde la tinta china cobra una historia particular: individuos hechos a partir de trazos finos –con cabezas amplias y cuerpos delgados– se dispersan entre el papel sin voluntad aparente del artista. Los exhibe diariamente en la intersección de Prince Street con Broadway y, aunque recibe constantes alabanzas de los turistas, pocas veces vende uno. Cuestan cincuenta dólares pero siempre le piden un precio menor. Lex afirmó que antes de regalarlos, prefiere pasar hambre: se resigna con un café al mediodía y de cuando en cuando recibe contribuciones. También expresó que últimamente siente que su vejez le ganará el sueño de la fama. “Cada vez es más difícil sobrevivir con un cuerpo que a los sesenta y dos, está botando la fuerza que necesita”.
Lex tomaba café y hablaba. “No es fácil encontrar un trabajo decente cuando se es indocumentado. Nadie te acepta en los refugios. Sólo la iglesia te da comida. Tener amigos en Nueva York es complicado. El arte es engorroso. Ser viejo es la tarea más estúpida”. Miraba al vacío con ojos inquietos mientras me desesperaba la idea de que la conversación consumía su tiempo de trabajo en la calle Prince. Pero él seguía. “En las mañanas recojo basura, no porque la necesite sino porque me entrega un sustento creativo. Algún día, a partir de recibos que encontré en un edificio en Washington Square, imaginé una historia de una veterana rica que se enamora de un necesitado y lo mantiene. Esta mujer le arrienda un apartamento en el Village y lo obliga a estudiar en la Universidad de Nueva York. Lo entrena para ser de la sociedad y en el momento en que su producto está terminado –cuando el chico se gradúa con honores y obtiene un empleo en la bolsa– se suicida. Lex terminó su historia y me preguntó si yo era rica. Le dije que no, que intentaba ser escritora. Lex pintó en su rostro, un gesto de desilusión.
Durante diez años, Lex ha visitado la Embajada de Filipinas en Nueva York para pedir alguna clase de identificación, por lo menos un número de seguridad social. Según la fotocopia amarilla, fue expositor de esta embajada en 1999 con una muestra que se llamó Ángeles en el Ozono. De hecho, afirmó que los noventas fueron sus años dorados: tres hijos y una esposa lo acompañaron a diferentes exposiciones en París y en Suiza; y en 1993 obtuvo una mención de honor en la sexta edición del festival Asian Art Biennale. Al preguntarle por su esposa, Lex dijo que murió como activista en Canadá el mismo año en que perdió los documentos. Al preguntarle qué problemas tenía Canadá para entonces, no quiso hablar del tema; sobre sus hijos, dijo que habían partido de Estados Unidos para formar familia.
Pensé que todo lo que me decía Lex era una mentira, que todo estaba englobado en una hermosa ficción y, sin embargo, más tarde en el día, encontré en internet que la página oficial del Asian Art Biennale menciona al artista como uno de los honorados en 1993; y en Flickr descubrí una foto de Lex –ingresada por el usuario Susheesakee– que tiene un comentario escrito hace dos meses por el usuario Atcmec que lee: “Miss you dad”.
Antes de que fueran las cuatro –llevábamos por lo menos dos horas y media sentados en el café– le pedí a Lex que me dejara acompañarlo hasta Prince Street para conocer su sitio de exposición y poder visitarlo más a menudo. Abandonamos Chinatown –huí sin nunca entrevistar a un chino– y Lex me guió entre las calles que cada día frecuenta: el lugar donde duerme en Mulberry Street, la iglesia que a menudo le da alimento –la antigua iglesia de St. Patrick– y un vintage store en donde expone sus cuadros. Cuando llegamos a la pared en donde trabaja me sentí débil: imaginé a los turistas que alaban sus cuadros sin comprar alguno y empezó a costarme la idea de que esa noche dormiría en casa mientras él buscaba un lugar en la calle. Dejó de interesarme el problema de Chinatown y comencé a reflexionar sobre el estado general del extranjerismo. Antes de marchar le entregué a Lex lo que tenía en los bolsillos y prometí que volvería. ¿Rodearse de un mundo ajeno?, me pregunté en un arranque nacionalista mientras caminaba de vuelta. Para qué, contesté, para qué.
Bibliografía
- http://www.bangladeshbiennale.org/biennale/archive.php?id=6
- http://www.flickr.com/photos/rockthehouz/4770262443/
- The “Isolation” of New York City Chinatown, Pei Yao Chen, UMI Dissertation Services, 2003. Ann Arbor, Michigan.
- American Chinatown: A People´s History of Five Neighborhoods, Bonnie Tsiu. Free Press, 2009. New York, NY.