si los órganos parecen flores, por qué no pensar en
las glándulas del amor como gladiolos, caléndulas,
orquídeas, caliolos, campánulas, una flor desconocida
que necesita de la sangre humana para nutrirse; crece
en la oscuridad más absoluta y una vez que ha alcanzado
completo desarrollo se estabiliza para siempre; a veces,
cuando cae uno de sus pétalos, el viento lleva su perfume y
por un complejo intercambio de fluídos que se realiza en
niveles que la glándula no puede comprender, ya sea
por azar o por milagro, en la superficie cavernosa en la
que crece, aparece una pequeñísima glándula que llegado
el momento propicio se desprenderá del campo de
influencia; de esta manera, las glándulas se perpetúan;
aunque nadie nunca ha visto un ramo de glándulas, su
perfume ha llegado a enloquecer a quienes intuyen
su existencia; como aquellos seres de formas oníricas
que se mueven pesadamente en las gélidas profundidades
del mar y de repente son iluminados por un laboratorio
submarino, así las glándulas se sorprenderán ante la llegada
del aparato sub-humano que busque encontrarlas glándula
tras glándula tras glándula, formarán con la especie ignota
de las medusas, un nuevo tipo de flora y de fauna que
no se percibe a través de los sentidos sino por la azarosa
coincidencia entre lo que fue y lo que será
las emanaciones de las glándulas del amor superan
el sentido del olfato porque el cuerpo ya no es sólo
una masa de órganos y tejidos organizados según
el esqueleto, sino más bien un núcleo emisor de
sustancias perfumadas que se extiende en un radio
mucho mayor de lo que se ha concebido como el
aura; es ahora que los cuerpos son vistos como masas
indeterminadas de una sustancia etérea cuyos bordes
son movibles, como los límites imprecisos de una
bandada de pájaros o las nubes de mosquitos que en
eterno movimiento mantienen una forma cambiante;
así, lo que vemos como el cuerpo y hemos representado
de acuerdo a los miembros que lo componen sería en
realidad el soporte de una sustancia invisible que
transforma al ser humano en una medusa unicelular
cuyo centro es ínfimo en relación a la sustancia
que lo envuelve; de esta manera, las relaciones
se establecen por las afinidades o rechazos que realizan
los bordes, como si en los bordes de la sustancia
etérea hubieran millares de órganos de percepción
que condensaran en sí mismos y potenciadas las
capacidades perceptivas que conocemos con el
intelecto; a pesar de que los cuerpos se mantienen
a una distancia considerable cuando los bordes se rozan,
o bien se atraen y se funden en una sola sustancia etérea
estableciendo una sonata de besitos, o bien se
rechazan y se retraen como las aguas vivas cuando
deciden cambiar de rumbo; no hablo del instinto como
sustancia etérea, sino más bien de la percepción del
cuerpo como esos dibujos de las células en donde
aparece un núcleo, después algo así como la albúmina,
y luego un borde irregular que tiene la capacidad de ser
flexible, de modo que puede establecer relaciones
osmóticas con otras células; si percibiéramos nuestros
cuerpos de esta manera los veríamos tal vez como cuando
flota el jabón sobre el agua caliente y mantiene esa
consistencia movible formada por células de distintos
tamaños, una tela tan sutil que embriaga con la
reverberancia de sus colores traslúcidos; así, los cuerpos
se conectan, con la diferencia de que no se destruye
la tela que se ha formado con la presencia de algún
obstáculo; por el contrario, la tela transparente de
sustancia etérea que forman las relaciones entre los
bordes se reconstituye permanentemente, creando un
caleidoscopio no geométrico de relaciones, como una
colonia de esponjas en el fondo del mar; si la constitución
mayor de la parte dura del cuerpo es de agua, la
sustancia etérea que lo rodea está formada por un
porcentaje de humedad y por otro de sustancias secas;
la combinación de ambas produce un aroma, que sólo
puede percibirse a través del sistema glandular; no es
como se piensa corrientemente que el cerebro controla
las glándulas, sino que por el contrario, las glándulas
controlan el cerebro y el sistema vegetativo; cuando
una persona tiene lesiones en el cerebro y está
inconsciente, las glándulas siguen emitiendo sus
sustancias, y la única forma de conexión se produce
a través de la sustancia etérea; el orgasmo, un fenómeno
todavía no explicado por la ciencia, es una condensación
de la sustancia etérea en el propio cuerpo; durante
el acto sexual se funden los límites osmóticos entre dos
seres; esta fusión que no implica necesariamente la
presencia de otro cuerpo, desencadena un proceso de
intercambio de sustancias etéreas más profundo
y más extenso al punto en que llega el momento
de la vorágine donde se genera una reacción en
cadena que retrae la sustancia hacia el cuerpo; de
allí la sensación de estallido celular que produce
el reconocimiento de que ésa es la sustancia
constitutiva del organismo, el reconocimiento
gozoso de nuestra verdadera naturaleza; el
orgasmo es la prueba de que la sustancia
etérea nos constituye y nos desborda
como la orquídea que espera paciente la llegada
del moscardón que habrá de fecundarla, un viento
inesperado hace abrir la flor de los aromas y las
glándulas comienzan a segregar sus efluvios para
que a distancias siderales el moscardón perciba en
los perfumes de la noche la sustancia que ha de
intoxicarlo; con la llamada del instinto vuela sin
conocer el rumbo de su azarosa travesía hasta que
llega al lugar de la cita; ahí, más allá de las esencias
y de las circunstancias, envueltos en la esfera
perfumada, copulan sin saberlo, porque no son sus
cuerpos que se estrechan y se tocan, sino la sustancia
etérea que los desborda y los contiene; como dos
autómatas guiados quién sabe por qué designio
desconocido, los cuerpos se juntan nuevamente,
para disolver las partículas que los separaron en
primera instancia, de manera que el perfume
invisible que alguna vez los había unido, ahora se
sella en el abrazo invocado por las glándulas del amor;
hay vientos que expanden los olores, densidades
atmosféricas particulares, niveles de humedad que
se maceran en el punto de ebullición justa; sólo el
azar determina que las condiciones sean las precisas,
el azar y el grado de maduración adecuado
la línea del horizonte, en su impresionante limpieza
desata con precisión el pensamiento de lo efímero,
aunque así, en ese bamboleo que no cesa, un
sentido de la enfermedad y la salud emerge de las
olas para proyectar la comprensión evanescente,
como si la salud y la enfermedad estuvieran allí en
la disolución y en la forma, en el arabesco que se
desenrolla en las profundidades de los genes, en el
enredo repentino de las células o en el misterio que
avanza solapadamente en el infinito embrollo que nos
constituye; casi entender que hay una coherencia y ver
con precisa claridad que pone aún más verdes los ojos,
más transparente la inabarcable certeza de las olas
en la orilla, donde cuerpos como el tuyo y el mío se
desintegran en la sucesión de las horas para formar la
dorada superficie de la arena; llegar a un punto o a un
acuerdo, o a un pacto, o recién a un preguntarse hacia
dónde o hacia qué, para qué o cuándo, o los deseos
o la nada, y nuevamente los deseos y decir que sí a
lo que emana y no al cubículo absurdo de lo propio
cuando la comprensión es más insostenible, o cuando
la aceptación aterroriza en su insondable transparencia;
extenderse como el árbol al máximo derrotero de las
ansias, un brazo se impulsa hacia los aires, los dedos
estirados en su inconmovible extensión, tensado
el cuerpo como un arco, en todas las direcciones,
brazos y piernas se elongan en el agua, altitud y
profundidad en la superficie, a flote en la rítmica
inhalación y expiración del deseo, del número, de
la distancia, de la cabeza sumergida entre el verde
y el celeste, entre la multitud de burbujas y el sonido
gutural, que sale no ya de la garganta sino de una zona
que no logra definir; máquina, motor, paleta, remo,
brazo que se estira, pierna que se hunde, cuerpo
que se desliza en la sucesión de un líquido plateado,
ojos semicirculares, el aire extenso que su cuerpo
expulsa, como si una sincronía milagrosa
de todos los términos diera lugar al movimiento:
rasguño del agua, veta en la corriente, plácida ranura
en la membrana líquida del cielo, potente animal
sincopado, aturdimiento dócil, frecuencia sesgada
la trivialización más absoluta, ahí nomás, en ese punto
de lo aceptable, donde la mente se desprende de lo
que la asiste y flota en el golpeteo súbito de una
bandera; tener un título o un sistema para estas
abluciones, algo así como fragmentos derivando
en la distancia, como si de un largo aliento fuera a
desprenderse el torbellino que se expulsa en la memoria;
largas frases que indican que hay miradas fugaces
detenidas simplemente en el papel que ya se vuela,
o en el hombre en bicicleta que es pasado, o en el
rítmico fluir de las canoas apenas sugerido por los
remos; ardiente la mirada que atina sólo a una periferia
del sonido, un avión entre las nubes, el golpe sordo de
una draga, la humanidad manifiesta en la mecánica
monotonía de las ondas; nada hay que el aire no
moldee, que el agua no haga sucumbir; siguiendo los
preceptos de la sombra, la mera luz radiante de las
doce atina a distraer los devenires; un sol, la distancia
entre los astros, el universo rasqueteado en la
corriente de un pensar ajeno a lo profundo; mirar el
firmamento a plena luz, los planetas girando en
armónica rutina, una nave que se atreve sólo hacia
la cáscara de una entidad fabulosa, los tripulantes
en pensados atuendos supervisan la maniobra
de llegada a un puerto que reclama un sentido
inalterable de lo opaco, la vibración del viento,
el papel que nunca se somete; se estiran las mareas,
el aire circula sin premura, nada altera en este instante
la certeza de un fluir que no debe ser interrumpido,
la constancia de la mente se destina hacia otros lares;
ya no la seducción de ciertos brazos atentos al quejido,
o a los labios impregnados de alabanzas, más bien
la inalterable dirección hacia el presente de los
sueños y el constante asentamiento de las aguas
Imagen de Daniel Santiago Salguero